Imaginemos una escena: “Un salón en pleno oeste americano. Entra un individuo. Mira a todos los parroquianos. Uno de ellos, por nervios o vaya usted a saber por qué, tose. El individuo le mira, saca su revolver y comienza a disparar sobre todos los presentes. Hasta no dejar uno vivo. Se enfunda el arma y se marcha calle abajo”.
Este argumento lo hemos vivido centenares de veces en películas del oeste americano. Posteriormente, con el paso del tiempo, fueron “Cobra”, “Harry el Sucio” y otros “polis” y detectives de ”gatillo fácil”, los que, siempre, pistola en mano, solucionaban sus cuitas. Y así todo el rato. ¡Cooorten! Hasta aquí las secuencias del cine.
Siglo veintiuno. Ayer mismo, otro individuo, joven – aunque la edad da igual-, no paró de disparar hasta que se le agotaron las balas, dejando el aún humeante rifle en el suelo y marchándose en medio de la confusión generada. Como cualquier vaquero. Como Harry el fuerte. Algo previsible, cotidiano, por desgracia, en la sociedad americana. En cualquiera de los cincuenta estados. Así son ellos. No todos, pero si muchísimo de ellos. Y se sabe por qué. Ellos mismos lo dicen: lo llevan en los genes. Desde siempre han llevado armas, y claro, les queda el gusanillo. Como el que empieza a comer espetos de sardinas y no puede parar, pues lo mismo, pero matando prójimos. Una lindeza de sociedad.
El año pasado, 2017, la media era de 93 muertos al día, 93 difuntos frescos cada jornada. Para morirse de la risa si no fuese algo tan serio. ¿Y de quién es la culpa? No, no voy a caer en la tentación de decir que los de siempre, los políticos. No. Ellos, por supuesto tienen su gran parte de culpa. Bueno, no todos. Son los republicanos los que, desde tiempos inmemoriales, defienden el derecho a protegerse de….ellos mismos.
Un dato, en el estado de Nevada, el más permisivo de todos, los jóvenes con dieciséis años ya pueden llevar arma. Y toda la población, sin distinción alguna, la puede llevar encima en cualquier lugar, acto o evento al que asista. Por si las moscas. Como en el viejo oeste. Y ahora recreemos una ¿ficción?, esta vez en un hogar, dulce hogar, de, por ejemplo, Carson City.
Madre: “Catherine, ¿ Tú has visto mi AK47? Voy tarde a la peluquería y no la encuentro por ninguna parte.
Catherine: No mamá, aunque Willy se marchó hace un rato bastante cabreado. Por lo que se ve Peggy Sue se los ha vuelto a “poner” con Frank, el de los Macmillan. Iba para el Insti. Como se la haya llevado él que se preparen.
Madre: (Arreglándose distraidamente el pelo mientras mira a un espejo) ¿Hace mucho que se marchó?
Catherine: (Levantando indiferente la mirada de la revista que está leyendo) Una hora o así.
En esto comienzan a oírse sirenas de ambulancias y de policía pasar por delante de la casa. Acto seguido se oyen disparos desde el piso superior. Una automática. Por fin se detienen los disparos. En la calle, un montón de ambulancias están estrelladas unos contra otras y sus conductores muertos.
Padre: (Bajando la escalera con su rifle AR15 de asalto, aún humeante, regalo de Navidad de su querida esposa) ¡Ja!, ahí los tienes a todos. Los he reventado. Es la cuarta vez que me estropean la siesta esta semana. (Acaricia el arma) Pero te tengo a ti. (Se da media vuelta y regresa al piso superior. A continuar durmiendo).
Los diarios de esa misma tarde narran como el joven Willy, esa mañana, cabreado porque su novia Peggy, de dieciséis años, había ido al baile del instituto con su eterno enemigo Frank, armado con su revolver reglamentario de ir a clase y un rifle AK47 de su mamá, se ha ventilado a su novia, su enemigo y de paso a treinta y seis compañeros de clase.
Cuando los servicios de emergencia acudían a socorrer las víctimas se han visto sorprendidos por un francotirador que en menos de un minuto había descargado con su rifle AR15, ráfagas de más de cien disparos, causando cinco muertos más y cuantiosos daños materiales…
Fin de la ¿ficción? Pues eso.
JL Pinto