Me van ustedes a perdonar pero a uno le resulta algo paradójico la fiebre Halloween, (Víspera de todos los Santos), que como una epidemia imparable ya se ha instalado, para quedarse para siempre, en nuestro país. Tanta invasión de lo anglosajón ya me empacha, aunque esta fiesta, procedente de Estados Unidos, es realmente de origen europeo. Y ahí, uno pliega velas y saca pecho por lo suyo: vale, si es nuestro – Europa- , -dicen que de tiempos de los celtas-, se admite pulpo como animal de compañía. Que sí, que vale, que me han convencido. Pero mejor me centro que si no me voy por los cerros de la vecina Úbeda.
Desde luego, si esta celebración ha alcanzado niveles de otras festividades como la de San Juan – o casi –, o de cualquier fiesta local de relevancia, es por la implicación que desde dentro de la escuela está teniendo a modo de divertida complicidad. Y es que eso de disfrazarnos siempre nos ha molado a pequeños y mayores. Desde siempre, antes de saber que existiese Halloween. Y si es para dar miedo, o al menos intentarlo, tanto mejor.
Dado que somos muy dados a asumir como propia las celebraciones de otros – bienvenida la apertura de nuevas culturas y costumbres – que digo yo que por qué no tomamos como nuestra la festividad de San Jordi, de nuestra hermana –hermanastra según otros- Cataluña, y adoptamos la sana costumbre, aunque sea un solo día al año, de regalarnos una flor y un libro. Y si no queremos molestar a las bellas y reposadas flores, lo dejamos solo en el libro. La lectura de un libro dura más que lo efímero de Halloween y también nos lleva a otros mundos.
Prometo convertirme en un defensor a ultranza de Halloween, incluso a disfrazarme, si a cambio comenzamos a ahorrar para comprar el próximo libro.
Lo que propongo no es un truco, es un trato.
JL Pinto