El título de este articulo bien podría ser el de una de esas series que Netflix nos presenta día sí y día también y que tanto éxito suelen tener, pero nada más lejos de eso. Uno, que entre crónica y crónica, se dedica a ratos a mirar, que no ver, la tele, acaba analizando cosas que en lo cotidiano se nos escapa. Y andaba sumido en una de esas visiones de telespectador crítico, cuando pasaron diversos reportajes de políticos, de aquí y de allá, en el que prevalecía un denominador común: un montón de personas, hombres, mujeres, y en muchos casos hasta jóvenes muy jóvenes, los aclamaban con pasión, como si de ellos dependiese su próxima bocanada de aire para seguir viviendo. Y se me ocurrió bajarle el volumen al aparato y centrarme solo en las personas. Por ejemplo, pusieron imágenes de Kim Jong-un, ya saben el señor coreano este que debe tener un peluquero de lo peor, saludando a una multitud que le aclamaba casi con lágrimas en los ojos y rozando el éxtasis. Acto seguido las imágenes correspondían al señor este de los Estados Unidos de América, el señor Trump, quién estaba dando un discurso y continuamente era interrumpido para aclamarle. La gente gritaba y agitaba miles de banderas. Imagino que era para recordarse al país al que pertenecen. Ahí me desconecté un poco del programa en cuestión por puro aburrimiento, pero cuando comencé a descubrir rostros más domésticos, más de nuestro país, me volví a “enganchar” al experimento. Pero mi decepción fue mayúscula. Otra vez más de lo mismo. Se veía al señor este, presidente del gobierno, señor Sánchez, muy bien peinado, nada que ver con el coreano, que por la expresión de su rostro y su lenguaje corporal, decía unas acaloradas palabras. Y el discurso debía ser muy interesante porque la gente aplaudía a rabiar, para fracturarse las manos vamos. Un público entregado. Inmediatamente pasaban imágenes de este otro señor, Casado, que debía estar contando chistes o algo así porque la gente que le oía se tronchaba de la risa y no paraba de asentir una y mil veces. Que bien se lo pasaban con las cosas que debía estar diciendo. Hasta tuve la tentación de subir el volumen del aparato. Pero no, me reprimí para continuar con el experimento. Y así fueron saliendo otros muchos señores. Curioso, ahora que lo pienso eran hombres todos. Seguramente por pura casualidad. Y esas imágenes de aquella gente de aquí y allá vitoreando a aquellos señores de aquí de allá me traían a la memoria esas películas, de la Edad Media sobre todo, en la que el pueblo aclamaba sin cesar a los señores que , normalmente subidos en hermosos caballos, llegaban a cada aldea para repartir felicidad. Era la plebe. Y las cosas no han cambiado, solo que ahora los señores, en lugar de subirse a caballo se suben a escenarios y tarimas, y cambian los corceles por flamantes coches. Por lo demás, la plebe sigue actuando de la misma manera: vítores hasta quedar desgañitados a caballeros que les dan la vida.
La plebe, siempre la plebe.
JL Pinto